
Lejos no necesariamente son 10.000 kilómetros. Pueden ser 50 y parece que las respuestas a la pregunta serían las mismas.
De la encuesta hecha entre amigos que se fueron lejos y que los que se fueron cerca recibí respuestas similares.
Los hijos se van lejos para probar que pueden, o sólo para experimentar aquello que consideran un ideal, el cual tomaron entre sus manos y quieren ver cómo funciona. Algunos fueron, vieron y volvieron.
Más me llamó la atención que quienes emigraron del pueblo a la ciudad contaron que fueron tildados de traidores; que sus padres les dijeron que ya volverían con el caballo cansado, aunque eso nunca ocurrió.
Los varones que se mudaron a la ciudad dieron vuelta el mandato que ordenaba que la mujer debía seguir al hombre ya que ellos siguieron a sus mujeres al casarse e instalarse en la ciudad adonde ellas vivían.
Los hijos de esos hombres también mamaron ese desarraigo. No hay conducta que nos marque a fuego que no sea transmitida a nuestros hijos. Para bien o para mal.
Si lo pienso ahora, mi hijo se fue a 10.000 kilómetros de esta ciudad, mientras que mi hermano ya lo había hecho hace años yéndose Nueva York a 8.500 kilómetros de casa: y mi hermana a Miami a 7.000 kilómetros.
Al final la mía es una familia de emigrantes, mientras yo elegí estar en el mismo sitio.
Así es como sucede que cuando nacen los hijos, los abuelos no los frecuentan y algunos te hacen sentir que sos vos el que se fue y los dejaste. Por suerte no fue el caso de mis padres que nunca reclamaron esas migraciones; y en mi caso, si bien no me gustaba que mi hijo se fuera -lo cual lo conversamos-, lo apoyé en su proyecto y luego de un tiempo lo fui a visitar.
Los entrevistados dijeron que lloraron esa migración. Que los 50 kilómetros que los separaba de su pueblo parecieron siempre 10.000.
BICHA de CLAUDELINA