«La Musa … es la más asustadiza de las vírgenes. Se sobresaslta al menor ruido, palidece si uno le hace preguntas, gira y se desvanece si uno le perturba el vestido…
…a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, visiones, olores, sabores y texturas de personas, animales paisajes y acontecimientos grandes y pequeños. Nos llenamos de impresiones y experiencias y de las reacciones que nos provocan. Al inconsciente entran no sólo los datos empíricos sino también datos reactivos, nuestro acercamiento o rechazo a los hechos del mundo.
De
esta materia, de este alimento se nutre La Musa. Ése es el almacén, el archivo,
al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el
recuerdo, y en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, lo que significa un
fantasma con otro, y exorcisarlos si hace falta.
Lo que para
todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se convierte en La Musa.
Son dos nombres de lo mismo. Pero independientemente de cómo lo llamemos, allí
está el centro del individuo que fingimos encomiar, al que alzamos altares y de
la boca para afuera lisonjeamos en nuestra sociedad democrática. Porque sólo en
la totalidad de su propia experiencia, que archiva y olvida, es cada hombre
realmente distinto de todos los demás. Pues nadie asiste en su vida a los
mismos acontecimientos en el mismo orden. Uno ve la muerte antes que otro, o
conoce el amor más temprano. Cuando dos hombres ven el mismo accidente, cada
uno lo archiva con diferentes referencias, en otro lugar de su alfabeto único…
…Mi padre y yo no fuimos realmente grandes amigos
hasta muy tarde. El lenguaje, el pensamiento cotidiano de él no era muy
excepcional, pero bastaba que yo dijera “Papá cuéntame cómo era Tombstone
cuando tenías diecisiete años”, o “¿Y los trigales de Minnesota cuando tenías
veinte?, para que papa se largara a hablar de cómo había huido de su casa los dieciséis,
rumbo al oeste a comienzos de siglo, antes que se fijaran las fronteras, cuando
en vez de autopistas sólo había sendas de caballo y vías de tren y en Nevada arreciaba
la Fiebre del oro.
El cambio en la voz de papá, la aparición de la
cadencia o las palabras justas, no sucedía en el primer minuto, ni en segundo
ni en el tercero. Sólo cuando había hablado cinco o seis minutos, y encendido
la pipa, volvía de pronto la antigua pasión, los días pasados, las viejas
melodías, el tiempo, la apariencia del sol, el sonido de las voces, los
furgones surcando la noche profunda, los barrotes, los raíles estrechándose detrás
en polvo dorado a medida que adelante se abría el Oeste: todo, todo, y allí la
cadencia, el momento, los muchos momentos de verdad y por lo tanto de poesía.
De pronto La Musa se había presentado a papá….»
“Como alimentar a una musa y conservarla”, del libro “Zen en el arte de escribir” de Ray Bradbury.