Alta fiesta en Rincón de Milberg. Se casaban María y Hudson. Llegaron amigos de varios países, especialmente de Estados Unidos de donde eran los novios. Con el dólar a 40 pesos la fiesta no podía ser mejor. Flores naturales por todos lados, mesas decoradas de forma tal que podría haber sido para un video de Marron 5. Había DJ en vivo al estilo Ultra, luces psicodélicas de alto impacto, puros cubanos para consumir en la galería, bar al aire libre con show de botellas lanzadas al aire, y doscientos invitados vestidos a todo trapo.
Mesa 7 me tocó con Alejandro. Él de smoking, así decía el código de vestimenta en la tarjeta de invitación y yo me puse un vestido largo todo recamado en lentejuelas azules, aros de oro y esmeralda haciendo contraste con el color del vestido, maquillaje hecho por un profesional que llegó vestido de La Pantoja, postizo en el cabello y tacos altísimos para lucir la cola del vestido.
Nos sentamos en la mesa que nos había asignado y allí me encontré con ellos. Varias parejas espléndidas, vestidas con la misma gala de la fiesta, relojes con el nivel del festejo y espero que los regalos hayan sido de la misma altura. Todos amigos de los padres de la novia.
Algunos eran americanos, otros argentinos. Los que habían llegado de afuera miraban la fiesta con la boca abierta, se vé que no estaban acostumbrados a tanto baile, ni que al novio lo arrojaran para el techo a modo de festejo. Tampoco tenían las caderas entrenadas para bailar un reggeton de Becky G, por lo que miraban admirados a las mujeres latinas. Los invitados argentinos se dividían en dos; los que se divertían y saltaban haciendo pogo y los que se quedaron en la mesa 7 mirando de lejos el espectáculo por pudor a que los vieran haciendo ese papelón.
En mi mesa todos tenían algo en común: eran amigos paquetes, chetos, de nivel, o sea universitarios con posgrado en el exterior, vestidos para la ocasión con lo mejor de las colecciones europeas, con trajes de sencillas personas pero con interiores de «soy diferente a vos», más bien de «soy mejor que vos».
Yo los conocía a algunos de ellos desde hacía años. Habíamos crecido juntos y algunos de nosotros también habíamos ido a la universidad, teníamos posgrados y doctorados, e incluso hijos preciosos, pero no todos teníamos casa en el country. Preferíamos las vidas sencillas con viajes étnicos en vez de glamorosos; preferíamos la ropa cómoda y los borcegos para caminar por las barandas de las cataratas del Iguazú en Misiones o por la quebrada de las conchas en Salta. Mirar al otro y estudiarlo era un hábito de ese grupo de la mesa 7, desde siempre habían sido así, comparándose entre ellos, compitiendo.
Me pregunto hoy, dos años después de aquella fantástica fiesta, cómo habrán pasado la cuarentena en la que no pudieron mirar a otros. Habrán podido ayudar a su amigos sin trabajo? Habrán disfrutado de sus jardines del country? Habrán tenido buena conexión a internet para estar comunicados? Qué habrán hecho con los pasajes que tenían comprados para viajar a Paris?
Un misterio que se develará en la próxima fiesta.