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El club de lectura (pero sin libros)

9 octubre, 2023 | Apuntes, Ejercicio creativo, Libros | No hay comentarios

Me anoté en un Club de Lectura. Nos juntamos el primer martes de cada mes, la profesora-guía nos dio en enero el plan de lectura del año para poder tener con nosotros todos los libros que se van a leer.

Somos nueve, algunos viviendo en Argentina, otros en Uruguay. Voy por el mes cuatro y ya me siento que no pertenezco a ese grupo.

Hay varias situaciones para comentar. 

Veamos.

El grupo no tiene humor, no se le cae un chiste a nadie. No hay un solo comentario que permita distender un encuentro de dos horas, una vez por mes, en el que conversamos desde nuestra casa por videoconferencia un libro que leímos algunos. Si, algunos.

Por diversos motivos no todos tienen o consiguen los libros que hay que leer. Porque en Argentina no los venden. Porque en Uruguay no los venden.

Pero, señores! Si en enero ya teníamos la lista de libros! Porqué no los compraron online, por Amazon, Penguin Random House, Bajalibros, en formato digital, o como sea. Si no supieron hacerlo no es excusa, la profesora-guía lo explicó en cada uno de los encuentros cómo se podía comprar online, y eso que ella está en la Paloma, en Uruguay, viviendo en una cabaña rústica, mínima, al menos así se ve en la pantalla de los encuentros. 

Ella se llevó todos los libros preparada para aportar su bagage literario en los encuentros. En ese lugar tiene internet de buena calidad porque nunca se le corta la transmisión y envía extras de cada clase con links a reportajes, trailers de películas, y textos para enriquecer el análisis de los libros, todo lo cual envía por correo electrónico al día siguiente.

Ayer nos encontramos y analizamos un libro de Yuri Herrera que forma parte de la literatura de frontera y la narcoescritura, “Señales que preceden el final del mundo”. Difícil de leer por estar escrito en lunfardo mexicano, pero la profesora-guía explicó que había sido traducido a muchos idiomas y se estudiaba en las universidades. Un misterio que había que develar. 

Un libro escrito incluso con palabras inventadas que se usa como material de estudio merecía que le diéramos una segunda lectura. Uno solo de mis compañeros hizo un análisis del libro de manera espectacular analizando cada personaje y lo que le transmitió. El resto de nosotros comentamos apenas la lectura por arriba, mi comentario estuvo centrado en el narcotráfico ya que mi vocación de abogada penalista, especialista en Derecho Penal, con cursos en la ONU sobre narcóticos y muchas yerbas más no me permitió orientar la lectura para otro lado, y eso que esa parte del libro está expuesta por debajo de la lectura que se hace del personaje principal Makina. 

El libro no menciona ni una vez los sucesos que conocemos todos de la frontera caliente de Mexico con Estados Unidos, ni la cantidad de jefes de la narcomafia con los que Makina debe contactarse para encontrarse finalmente, del otro lado de la frontera, con su hermano.

Terminado el análisis del libro, pasamos a repasar las próximas lecturas. Volvimos a comentar lo difícil de conseguir el libro del mes nueve, Otra vez!, para que la profesora-guía nos diga que podríamos haberlo encargado ya en enero para tenerlo en nuestras manos al momento del encuentro, previa lectura claro.

Buscamos en internet, miramos precios y el libro salía sesenta dólares, tiramos tiempos de entrega, aportamos información sobre el tema, encontramos que se conseguía por treinta y cinco dólares. En un momento sugerí que podíamos comprarlo como libro digital por seis dólares, que me parecía un precio accesible. Silencio. Más silencio. Treinta segundos de silencio. 

Habré dicho algo mal? Se me habrá escapado el candidato por el que voté las últimas elecciones, y el resto era de la oposición? Estará mal hablar de dólares? 

Al final cada libro abría un callejón de misterios, de los alumnos, no del argumento.

BICHA de CLAUDELINA

Un día sonó el teléfono y llegó la noticia. Teníamos que dejar nuestro refugio de Tigre.

Habíamos alquilado el departamento gracias a una amiga que tenía una inmobiliaria y nos buscó uno de dos ambientes, para dos personas ya adultas, con hijos independizados. Yo quería que Alfredo tuviera una parrilla para hacer sus asados, y un metro cuadrado de jardín para sentarse al sol.

Vivíamos en la ciudad de Buenos Aires en un departamento cómodo, sin balcones, en un barrio precioso. El fin de semana el cuerpo ya nos estaba pidiendo un poco aire libre, caminos para bicicletas, recibir amigos, plantar algo de verde y meter las manos en la tierra, regar, cocinar pan y sentir el aroma de la masa que se va cocinando lentamente.

Yo había vivido siempre en departamento, no era amiga de las casas ni las necesitaba.

Alfredo no había vivido nunca en departamento hasta que se casó conmigo y le tocó hacerlo durante treinta años. Era hora de un cambio. Primero se mostró algo reticente, pero buscó opciones hasta que encontramos este lugar. Soñado.

Un departamento cómodo, con un jardín de buen tamaño con un cerco bajo de flores blancas que estaban frescas todo el año, y lo mejor estaba más allá de las flores blancas, era el lago.

No fui de esas personas fanáticas del agua, de esas que esperan el fin de semana para salir a navegar, a remar, o a saltar olas. Hasta los días en que llegué a vivir a Tigre el agua era para las vacaciones. Playa y mar era la combinación de los descansos de verano; podía fascinarme con los lagos de la Patagonia, pero seguían siendo paisajes enmarcados en vacaciones.

El lago mas allá de las flores tenía carácter. Armaba olas cuando había sudestada, dejaba que los peces vayan de acá para allá cuando todo se movía abajo de la superficie, se transformaba en espejo los días de calma y les dejaba reflejarse a las luces de las casas, a las sombras de los patos en la noche, y recibía a las familias de cisnes que pasaban a la mañana para el oeste y a la tarde para el este.

Los ruidos eran incesantes. Los teros coreaban con sus graznidos, algunas veces desaforados cuando se acercaba a sus nidos. Sus gritos eran potentes, aunque nunca llegarían a igualar al colectivo 113 que pasaba por la puerta de nuestra casa en Buenos Aires. En Tigre los sonidos eran distintos. El ruido del agua, las lechuzas que sobrevolaban el jardín buscando roedores, todo tenía un encanto nuevo para mis oídos, me maravillaba y me daba paz. Habíamos encontrado el mejor lugar sin darnos cuenta con todo lo que nos traería de nuevo.

En el verano los días se hacían eternos. Noches cálidas invitaban a disfrutar de la galería, de pisar el pasto descalzos. Durante el día, la pileta juntaba a los vecinos en el parque común, y Alfredo armaba para todos el coctel de las siete de la tarde. Los atardeceres eran los mejores momentos. Silencio, luces tenues que se iban apagando, los patos que enfilaban para el este, el calor que aflojaba y el aire que se iba enfriando. Era una hora de puro disfrute. Mucha luz, muchos colores, imposibles de reproducir en una sola pintura.

Pero llegó el día que tuvimos que despedirnos de ese lugar, levantar la casa, vender los muebles, embalar el resto, y llamara a la obra social para conseguir una entrevista con un piscólogo que me ayude a superar esa despedida.

BICHA DE CLAUDELINA

Fabio había nacido en una familia disfuncional, pero logró recibirse de neurólogo y obtuvo su matrícula de radioaficionado que lo llevaría a formar parte del grupo elegido durante la guerra de Las Malvinas en 1982.

Un padre violento, semianalfabeto que renegaba de la educación que él mismo no había tenido. Que creía que ser macho y tener pene era todo lo que necesitaba en este mundo para ser poderoso.

Su violencia hizo que su esposa, la madre de Fabio, abandonara la casa de un día para el otro, cansada de vivir encerrada para que no se le vean los moretones. De buenas a primeras, sin dar explicaciones, aprovechando la oscuridad de una noche de julio, se fue de la casa y nunca volvió.

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Me senté en el escritorio y prendí la computadora para escuchar la clase de filosofía. Acomodé la silla y pateé algo por debajo de la mesa. Era el canasto de lanas.

Lo arrastré hacia mi para ver qué había adentro, y para mi sorpresa no encontré lanas y agujas, sino mi propia historia.

Mi abuela se llamaba Claudelina, tejía todo tipo de elementos. Bolsos gigantes para ir a trabajar y llevar todo adentro; carteras mínimas con hilos de brillos para lucir en las fiestas; cartucheras para lápices de colores. Tenía buen público: cuatro hijas mujeres.

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El colectivo 80

16 diciembre, 2020 | Anécdotas, Apuntes, Ejercicio creativo, Vivencias | No hay comentarios

Yo tenía doce años, me creía adulto, o al menos adolescente avanzado. Mis padres trabajaban y me habían dado permiso para ir a la casa de Federico después de la escuela.

Fede vivía a diez o doce cuadras de casa, o algo así. Yo me tomaba el 80 y llegaba en un ratito, sabía que me tenia que bajar en la parada siguiente apenas viera la parrillita «Don Pepe». Ahí me levantaba y ya tocaba el timbre, cruzaba la avenida, caminaba una cuadra y ya estaba en su casa.

Había hecho ese viaje tres o cuatro veces, y siempre mis padres me iban a buscar a la tardecita, me volvía en auto con ellos.

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