El campo

6 mayo, 2021 | Vivencias | No hay comentarios

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Habíamos llegado al campo al atardecer. Hacía rato que no íbamos. Las inundaciones nos habían alejado y debíamos ir a recomponer la casa, el galpón y los animales. Nunca no imaginamos que todo terminaría de esa manera.

La chata patinaba en el barro que había dejado la intensa lluvia de mayo. Cerramos la segunda tranquera y ya enfilábamos para la casa por el camino de doble senda cuando vimos lo peor. Fierro, el mestizo del cuidador del campo, comiéndose los restos de una vaca.

Los perros no matan para comer, sino nunca vivirían en el campo ni serían la compañía de los gauchos. Además comida es lo que les sobra a los perros del campo. Todos son alimentados con lo que se siembra o faena, por lo que la escena nos estremeció. Descargamos los bolsos y nos encontramos con Indalecio que nos esperaba en la galería listo para darnos todas las noticias del lugar, especialmente de nuestra casa con sus animales.

-Siete vacas muertas, el agua no llegó a la casa, el río ya remitió a su cauce, hay pescados en los bordes que se pueden levantar y llevar a la parrilla. Siete vacas muertas.

-¿Qué pasó Indalecio? ¿Una peste? Me hubiese avisado que traía al veterinario, dijo mi hermano Adolfo.

-Es que esto pasó anoche y no sabemos qué fue.Entramos a la casa y acomodamos nuestras cosas. Antes de acompañar a Indalecio y a Adolfo miré si me había llegado el mail del banco cuando veo uno de Adolfo, otro de Brenda, mi hermana y otro mío. Un correo electrónico que me había mandado a mi misma y que tenía el mismo asunto en los tres «último aviso».

La curiosidad siempre es el empujón que le gana al letargo. Abrí primero el de Adolfo y decía «cuidado con lo que haces». Me quedé estupefacta. Lo miré y lo vi que todavía conversaba con Indalecio. Me dió un escalofrío pero en seguida pensé que debía haber leido mal.

Abrí el de Brenda y decía «cuidado con lo que haces». Los dedos de las manos se me tensaron. No sabía si levantarme del sillón y salir a preguntar a los gritos que significaba todo eso. Después de todo qué había hecho yo para que me recriminaran de esa forma? Abrí mi correo y veo uno enviado a mi misma que decía «cuidado con lo que haces». El frío ya me corría por la nuca, la presión no sé si se me bajó o subió. Decidí callarme, prender las luces de alerta, escuchar mucho y hablar poco. No quería alarmar y tampoco desconfiar.

Nuestro padre había muerto hacía un año y entre los hermanos no habíamos tenido problemas de herencia. Si bien había algunas cosas para repartir, no era un tema de conflicto. Pero los tres estábamos casados y teníamos hijos, así que siempre se podía encender un rencor que no era antes visible. Caminamos por el barro con la botas de goma y  nos acercamos a las vacas muertas. Todas desgarradas por las mordidas de los perros. Un dineral que se había esfumado por un motivo que aún desconocíamos. La pandemia por el COVID19 no había ayudado a la economía del país, ni a la economía mundial, pero nosotros aún teníamos el campo que nos daba comida y algo en qué ocuparnos fuera de la ciudad. También nos permitía salir de la cuarentena y tomar aire fresco sin barbijos.

Indalecio mencionó que teníamos nuevos vecinos. Poco amigables, algo raro en el campo donde unos nos apoyamos con otros. Un hombre solo, robusto, con una camioneta de lujo y osco. Apenas saludaba con una inclinación de cabeza y solamente se lo había visto en el pueblo en el galpón de los agroquímicos. Nunca en el bar los sábados a la noche, ni en el local de ropa de los Gómez donde la peonada compraba al fiado y pagaba la cuota cada vez que cobraba la quincena. Tampoco iba al supermercado, ni a la farmacia. Sólo al galpón.

El veterinario nos confirmó lo que había dicho Indalecio, que los perros habían matado a las vacas.  Que no era el único campo que había tenido ese problema y que le habían contado que encima los amenazaban por internet. Mi atención giró hacia el comentario del veterinario, traté de sonar tranquila y casual y pregunté a qué se refería; me dijo que alguien le decía a la gente que se cuidara.

Acomodamos nuestras cosas, y nos fuimos al pueblo a dar una vuelta, necesaria para conocer las noticias del lugar. Los noviazgos  y amantes, los nuevos vecinos, la crisis por la cuarentena, charlas de paisanos acodados en las mesas de las veredas del bar y del club. La ida al pueblo el sábado es un recorrido obligado que nos conecta con otros espacio, lleno de luz y otro calor. Todos están atentos a la llegada de la gente desde Buenos Aires, y a la necesidad de escuchar novedades. Nos sentamos en el bar y nos encontramos con los González que nos contaron que el nieto se recibió de abogado; con los Patrón cuyo hijo había sido nombrado Director Provincial de Pesca, todo un orgullo para sus padres. Que Analía Solimino estaba mejor de salud; que Tomás y Lucía se casaban y estaban organizando la fiesta. Todas novedades sociales, de los episodios con las vacas ni una palabra. Parece que el caso solamente sucedía en nuestro campo.

El sol pegaba fuerte en la mesa del bar, que estaba en la verdea bien cerca del cordón, cuando se estacionó una camioneta 4×4 enorme, de la que bajó un hombre corpulento de unos 40 años. No saludó a nadie, ni siquiera una mueca a modo de sonrisa ni una inclinación de cabeza a modo de cortés saludo. Ese sería el nuevo vecino, tal como lo había descripto Indalecio. Dobló en la esquina y enfiló para la ferretería de Luciano. De curiosidad me levanté, le dije a Brenda que ya volvía y fui atrás de él. Subí los tres escalones gastados de la ferretería, saludé con un buen día y me puse detrás del hombre esperando mi turno. En cuanto escuchó mi voz se dio vuelta, al mismo tiempo que Luciano saludaba y preguntaba por la familia y yo le contestaba siguiéndole la conversación.

El hombre miraba atentamente, con actitud de alerta como tratando de imponer su presencia. Una energía de imán de extraña frecuencia. Bajé la cabeza para no delatar mi interés en su presencia y tratar de escuchar qué es lo que compraría. Ya se sabe, en el pueblo se compra comida en el supermercado, ropa en la tienda de Gómez, remedios en la farmacia de Ferrante, agroquímicos en el galpón de los Telechea, y en la ferretería se compran clavos y veneno para pequeños roedores. El hombre pidió un porción desmedida de veneno. Para las comadrejas dijo; tiene mucha cantidad le pregunto Luciano; muchas le contestó, demasiadas. Luciano se fue para el fondo a buscar la mercadería, y el hombre aprovechó para darse vuelta y decirme:

-Problemas con el campo?

-Siempre hay un problema para resolver, dije. Las inundaciones voltean alambrados y complican la vida de los animales, además de  dejar el paso bajo agua para que las vacas se alimenten.

-Le preguntaba otra cosa, dijo él sin especificar.

-No, nada más, dije. Aunque escuché que usted tiene comadrejas, es raro porque las erradicaron hace cuatro años, acoté.

-Siempre hay comadrejas. Usted tiene perros que viven en la casa?, preguntó,

-Si, pero no viven dentro de la casa.

-Debería dejarlos entrar de vez en cuanto para que le hagan compañía. Pensé para mis adentros que nadie en el campo vive con sus perros dentro de la casa. Que las ideas de ese hombre eran algo  disparatadas.

-¿Usted vive con sus perros dentro de la casa?.

-No tengo perros.

-Usted es de acá?, pregunté haciéndome la distraída mientras miraba en un cajón los tamaños de las tachuelas

.-Si, soy su vecino. Vivo allí hace veinte años.

Murmuré una respuesta y justo llegó Luciano con el veneno para las comadrejas. Veinte años? Qué mentira era esa? Si en la casa de ese hombre vivía la familia Ramírez desde que yo era chica. Conocía a todos, los padres,los hijos y los nietos. Pasábamos juntos todos los 4 de junio, la fiesta del pueblo. Ibamos al desfile en la avenida principal a ver el desfile de banderas y caballos montados por los gauchos y las chinas con sus trajes de fiesta y a la noche nos juntábamos en un gran asado en el campo de ellos un año y en el nuestro al año siguiente. Conocía a todos los integrantes de la familia, los que vivían allí y los que vivían en otros lados; a los peones y a quienes ayudaban en la casa y el campo en distintos  trabajos.

Aunque frente a ese comentario me di cuenta que no había visto en el bar a Delia y Julio Ramírez , fijos comensales de la cerveza con maní con cáscara de las doce de todos los sábados. Mientras inventaba algo para comprarle a Luciano, medio kilos de tachuelas, le dije, el hombre enfiló para la puerta, y al pasar al lado mio escuché un sonido gutural que susurró «cuidado con lo que hace».

BICHA de CLAUDELINA

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Osobicha

Hola soy Bicha, de Espacio Claudelina, el blog de tejido, crochet y patchwork; y de Reflexiones de Claudelina y Pitoco, un blog de escritura para divertirte y reflexionar. Pasá, disfrutá de la lectura, paseá conmigo a través de la escritura, observá las imágenes que se describen, comentá las emociones que te despierta ese panorama, compartilo.

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