Dr. Shomboi

10 junio, 2019 | Anécdotas, Apuntes, Vivencias | No hay comentarios

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La casa de mi familia era un departamento alquilado, tenía muebles que serían modernos para su época aunque no eran caros ni de estilo. Mi papá era militar y mi mamá maestra. Mis dos hermanos y yo íbamos a la escuela pública con guardapolvo blanco, lo cual nos evitaba gastar en uniformes. A medida que crecíamos a mí me tocaba el delantal nuevo porque era la hija más grande, mientras mis hermanos heredaban los míos, lo cual me hacía una privilegiada porque era la siempre estrenaba ropa, mientras que a mis hermanos le llegaba todo de segunda mano.

Julio González (1876-1942)

En invierno no había medias largas, y no se usaban pantalones, así que el frío era constante en los helados meses de junio, julio y agosto. A las niñas que no podíamos tener medias can can abrigadas, nos tejían una bombacha de lana para ponernos arriba de la de algodón y así estar calentitas. La “bombalana” era una solución al frío. Ya terminando la primaria tuve mi primer par de medias can can que me regaló mi madrina para un cumpleaños. Cuando la lavaban pasaba dos días con la “bombalana” esperando que se secaran las medias largas.

Mamá era maestra suplente del mismo colegio donde íbamos a la primaria, así que cuando en el cajón de la ropa perdida aparecían blazers o tapados sin reclamar teníamos la posibilidad de obtener uno que nos poníamos sobre el guardapolvo los días de frío. Por suerte nuestra madre y sus tres hermanas nos tejían bufandas, gorros, chalecos, sweaters y la “bombalana” con la máquina Knitax, así el invierno era más llevadero.

El trabajo de papá lo llevaba a hacer maniobras, por lo que durante varios días se iba de casa, y mamá se quedaba sola con nosotros tres. El sueldo de los dos alcanzaba. Los fines de semana mis tres tías que vivían en La Plata, se instalaban en la habitación que se usaba como escritorio en nuestra casa provista por el ejército en el barrio militar. Supongo que ellas ayudarían con la economía familiar, al menos los días que pasaban en Buenos Aires.

Eran épocas divertidas. Nosotros éramos los únicos hijos y sobrinos de las cuatro hermanas, y jugábamos con lo que había; nos entreteníamos durante horas con los muñequitos de los chocolates Jack que parábamos como en un frontón y volteábamos con canicas de vidrio, como si fuese un juego de bowling. Mis abuelos maternos vivían en La Plata, pero de mis abuelos paternos no sabíamos mucho. Sólo conocíamos a nuestra abuela paterna, que se había separado del abuelo. No sabíamos los motivos. La abuela no hablaba de eso. Papá no nos contaba qué había sucedido. Era un misterio. No había diálogos entre ellos sobre esos temas de los cuales pudiera saber qué había pasado; o por lo menos no hablaban de esos temas enfrente a los niños.

Un día, papá, que era un hombre extremadamente callado y que no profundizaba en los temas sentimentales que se relacionaban con su familia, nos anunció que llegaría una visita por lo que nos pidió a los tres hermanos que la esperáramos en el living junto a él. Mamá no participaba de ese acontecimiento, cerró la puerta del pasillo y se quedó en su habitación. Ella no tenía el mismo afecto por su familia política como la tenía por su familia de sangre. Nadie pretendía que igualara afectos, pero parecía que su suegra tampoco había sido amable con ella, al menos con algunas palabras que la habría dedicado en alguna reunión familiar, según repetía.

Que papá nos hubiese pedido que lo acompañemos a recibir a la misteriosa visita sin la presencia de mamá fue una situación rara. Él no hablaba de sus vínculos familiares, muchos de los cuales pude conocer recién cuando fui creciendo. Era reservado en los detalles de la familia, no contaba quien se había casado con quién; porqué unos primos no se trataban con otros; porqué los primos hermanos se casaban entre sí en vez de buscar parejas afuera de la familia; porqué los tíos competían con los sobrinos en los concursos literarios en que se presentaban en vez de ayudar los más grandes a los menores. Tampoco nos adelantó quién vendría a casa ese día.

Llegó una señora muy bonita de pelo negro, ojos marrones y tez blanca. Se llamaba Fidelina. Tenía un cuerpo armonioso, era simpática y educada. Estaba acompañada por su hijo  adolescente de pelo colorado, flaco y no muy alto. Hablaron los tres mientras nosotros observábamos la escena. Fidelina había ido a ver a mi papá para pedirle que salvara a su hijo de hacer la conscripción. Eran los años ’70. Dijo que ella estaba sola con él; que era mejor que estudiara y no perdiera el tiempo con el Servicio Militar Obligatorio, que todos los varones que cumplían 18 años debían cumplir; que los militares tenían mala fama y maltrataban a los conscriptos; que no era de utilidad someterse a ese régimen por uno o dos años; que ayudara a su hijo  e hiciera todo lo posible por eximirlo de esa obligación.

Nosotros escuchábamos la conversación sin entender media palabra; nos resultaba extraño estar los tres sentaditos en el sillón mirando una escena en la que no teníamos participación y en la que tampoco parecía que debíamos interactuar; ni siquiera habían llegado niños con los que pudiéramos jugar. Papá, como buen militar, le dijo que no podía hacer eso; que solamente podía intentar ubicarlo en algún sitio en que le permitieran cumplir con el Servicio Militar de mañana y por la tarde estudiar o trabajar en otro lado. Frente a esa respuesta el adolescente colorado se levantó del sillón y le dijo “sos un hijo de puta”, luego de lo cual madre e hijo se retiraron de casa.

Ante de salir por la puerta Fidelina se dio vuelta y dijo que habría sido bueno que los hermanos se hubiesen ayudado, lo cual me dio la certeza que ese hombre pelirrojo era el hermano de papá, hijo de Fidelina y de mi abuelo paterno. O sea, la segunda mujer de mi abuelo, y que mi padre los había recibido en su casa a pedido de ella aunque luego de esos exabruptos no quiso saber más nada de ellos.

  A medida que fui creciendo le pregunté a mi papá por su hermano pero nunca me respondió, así que opté por consultar a mi tía paterna, Sabrina a quien veía una vez por año.

-Lisandro se dedica a la medicina. Le va muy bien, decía Sabrina.

De acuerdo a los relatos de Sabrina, Lisandro era un prestigioso médico, que había logrado posicionarse muy bien en varios hospitales, y que tenía un consultorio lleno pacientes. Hacía publicaciones en revistas especializadas, y participaba de congresos por todos lados, incluso era convocado desde otros países.

-Lisandro se volvió a casar. Le va muy bien, repetía Sabrina.

Y así se renovaban las noticias del tío médico, que ese año andaba por Uruguay, y de allí partía a España convocado para dar conferencias a médicos de aquellos lugares. Mientras tanto, la tía Sabrina dos por tres necesitaba dinero porque el puesto de  las flores que tenía en una esquina del barrio de la Boca no funcionaba muy bien. Encima los pacientes que antes le pedían que les aplicara inyecciones por su profesión de enfermera ya no la llamaban con tanta asiduidad. Pasaba por casa y papá le prestaba dinero, más bien se lo daba. Lisandro era un prodigio de la medicina, pero era papá quien le prestaba dinero a su hermana.

Lisandro  seguía dando conferencias por el país, un día estaba en Río Negro y de allí partía a Chile. Era reclamado por sus conocimientos médicos, su prestigio crecía a medida que pasaba el tiempo y sus estudios universitarios eran renovados con nuevos cursos y posgrados. Mientras tanto papá iba de mudanza en mudanza cambiando de casa cada dos años cuando le salía el pase; siempre viviendo en barrios militares; en casas enormes de escasa calefacción, alejados de las ciudades, con los mismos muebles entre unos y otro destino, mientras los hijos cambiábamos de escuela perdiendo todos nuestros amigos en el camino.

Cuando hacía las preguntas sobre aquel tío paterno, las respuestas eran siempre las mismas.

-No hay necesidad de hablar de las miserias de la familia, decía papá.

-Lisandro se casó por cuarta vez. Le va excelente, decía Sabrina.

Una tarde llegó a casa uno de los hijos de Sabrina a buscar una mesa que ya no se usaba, y nos invitó a su casa a comer un asado. Allá fuimos el domingo siguiente, y mientras se cocinaba la carne en la parrilla, me senté con Sabrina y mi primo Juan, el mayor de todos, y pregunté por Lisandro. Sabrina me miró fijamente y me dijo:

-Está tu papá, mejor hablemos de otra cosa.

-No, le dije. –Papá es grande, y si esta conversación no le gusta puede no escucharla.

Tomó la palabra mi primo Juan y me dijo que Lisandro se había casado por séptima vez, que tenía una hija; que su última esposa era abogada y que a él le iba bien en su profesión.

-De médico, acoté.

-Bueno…no precisamente.

-¿Cómo?

-Lisandro se cambió el nombre porque no quiere llevar el apellido de la familia. Ahora se hace llamar Dr. Shomboi.

-Como un nombre artístico, repliqué.

-Si, como un nombre artístico.

-Y qué especialidad tiene?, quise saber.

-Bueno…en realidad él trabaja con un médico, pero no es médico. Es curandero y se publicita como sanador.

La curiosidad hizo que apenas llegara a casa, pusiera en el buscador de internet el nuevo nombre de Lisandro, Dr. Shomboi, y ahí estaba él de traje, parado en el escenario de un teatro. Shomboi tenía los brazos abiertos como si fuera Jesucristo y le hablaba a la multitud, que era escasa…no tenía ocupadas todas las butacas de la platea.

BICHA de CLAUDELINA

Obra de tapa: Julio González

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Osobicha

Hola soy Bicha, de Espacio Claudelina, el blog de tejido, crochet y patchwork; y de Reflexiones de Claudelina y Pitoco, un blog de escritura para divertirte y reflexionar. Pasá, disfrutá de la lectura, paseá conmigo a través de la escritura, observá las imágenes que se describen, comentá las emociones que te despierta ese panorama, compartilo.

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